SEMINARIO CÓRDOBA ARQUEOLÓGICA |
Actividades - Año 1998
Ildefonso Robledo Casanova
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Cerámica procedente de Ategua Arriba, terra sigillata romana; abajo, cerámica califal
Ategua
El día 19 de septiembre nos desplazamos a Santa Cruz para visitar el despoblado de Ategua, situado en las inmediaciones del cortijo de Teba, en una de las lomas más elevadas de la Campiña de Córdoba, la colina del Castillejo de Teba, que alcanza los 300 metros de altura.
El lugar, dotado de evidentes características estratégicas, ha estado habitado de manera ininterrumpida desde los primeros tiempos de la Edad de los Metales (en torno al 2500 a.C.), como atestiguan los elementos cerámicos, dientes de hoz y objetos de cobre identificados, hasta un momento avanzado del Medievo (siglo XIV), en que cesó su ocupación, habiendo sido objeto de sucesivas campañas de excavación arqueológica iniciadas en los años sesenta por Blanco Freijeiro y luego continuadas por Martín Bueno.
En 1968, cerca de Ategua, en el cortijo de Gamarillas, se localizó una losa de piedra caliza, actualmente expuesta en el Museo Arqueológico de Córdoba, que contiene grabados que representan diversas figuras y objetos que se identifican como los rituales funerarios de un guerrero de los tiempos del Bronce Final. Tanto por el ajuar del difunto como por el simbolismo ofrecido: carro para el viaje al Más Allá, danza funeraria, etc., la Estela de Ategua es una de las más complejas y sugerentes de todas las estelas de guerreros identificadas hasta el momento en Andalucía y Extremadura.
La visita a la acrópolis de Ategua fue dirigida por Alfonso Sánchez Romero, que explicó a los asistentes los aspectos más sobresalientes tanto del propio recinto arqueológico (murallas, casas y calles de tiempos romanos e islámicos), como de las referencias que el Bellum Hispaniense contiene acerca del durísimo asedio al que Julio César sometió esta plaza en los tiempos en que Gneo y Sexto, los hijos de Pompeyo, decidieron enfrentarse al hombre-dios en Hispania (corría entonces el año 45 a.C.) utilizando precisamente a Corduba como centro de sus operaciones.
Refiriéndose a estas ruinas grandiosas, Juan Bernier, incansable prospector de la arqueología cordobesa, nos narraba que:
"solo está ahora a veinte siglos después, este escenario que pisaron los pies del rayo de la guerra. En esta campiña -18 kilómetros de Córdoba- las murallas están vivas. Se alza donde las águilas (estandartes de las victoriosas legiones cesarianas) fueron alzadas, en la enorme acrópolis, cuyas torres fueron maltratadas por las máquinas de aquel Júpiter de clámide púrpura. Se perciben las profundas minas o silos donde el grano, cebo de César, se encontró como un don de la campiña cordobesa a los vencedores de hierro. Ategua está claramente de pie con cuatro mil años de historia de los cuales uno sólo hizo cambiar el rumbo del mundo..."
Tras la visita detenida a los vestigios arqueológicos de la que fue imponente ciudad fortaleza, los asistentes tuvimos oportunidad de disfrutar de un gratísimo almuerzo en Santa Cruz. Ahora, las jarras de fría cerveza contribuían a refrescar los ánimos de los viajeros, sin duda sofocados por los efectos del Sol de mediados de septiembre, que aun cuando ya se ha moderado, sigue pesando en nuestras tierras.
La Estela de Ategua
En la región suroeste de nuestra Península se tienen identificadas, procedentes de manera mayoritaria de hallazgos casuales, más de cincuenta ejemplares de estelas de piedra con decoración grabada o cincelada, que la investigación arqueológica viene fechando en los tiempos finales de la Edad del Bronce, en los inicios de lo que habrá de ser el mundo tartésico. Los hallazgos se concentran, sobre todo, en Extremadura y en las provincias de Sevilla y Córdoba.
Las estelas, que incorporan un dibujo torpe y con apariencia artística poco atractiva, implican un arte poco maduro y esquemático, que nos retrotrae a una sociedad en la que hubo de existir un importante componente guerrero y que estuvo dotada de una rica tradición cultural, sobre todo en el caso de las estelas que desarrollan composiciones más complejas, en las que se acusa un alto significado simbólico y ritual.
En las estelas se representan fundamentalmente hombres y armas, siendo también frecuente la presencia de otros objetos de más difícil identificación, quizás destinados al adorno o aseo (espejos, peines, ...), instrumentos musicales del tipo de las liras, etc. En el caso de las armas se trata de la panoplia propia de los tiempos del Bronce final: largas espadas, escudos redondos, cascos de cimera y de cuernos...
Tradicionalmente se ha venido sosteniendo el posible influjo indoeuropeo en la creación de estas estelas funerarias. Hombres procedentes de la Meseta habrían llegado a Andalucía, a través de la región extremeña, en busca de la riqueza de metales propia de la zona o, quizás, contratados como mercenarios por los poderes locales. Se afirma, incluso, que Argantonio, uno de los posteriores monarcas de Tartessos, refleja en su propio nombre esa influencia indoeuropea. Otros autores, sin embargo, afirman que las armas e instrumentos musicales que se representan en las estelas están relacionados de manera directa con prototipos procedentes de las culturas micénica y del Geométrico griego.
La estela de Ategua, la más monumental de todas, fue encontrada en el año 1968 muy cerca de las murallas de Ategua (Córdoba), en las inmediaciones de la Fuente del Cortijo de Teba, tratándose de una gran losa de piedra caliza que alcanza 1,60 metros de altura máxima y que está dotada de una rica decoración en la que se encierra una simbología relacionada con el mundo funerario del Egeo, tanto con los sarcófagos o larnakes micénicos como con los vasos atenienses del periodo Geométrico.
Esa decoración es presidida por la representación de un guerrero heroizado, que sobresale por su gran tamaño. Lleva coraza, que el escultor ha representado a través de una decoración geométrica sobre su tronco. Este personaje, que articula toda la composición, está tratado de manera que por su estatismo nos transmite la impresión de que nos encontramos ante una persona sin vida, fallecida. A su lado y a modo de ajuar funerario vemos varias armas (espada, escudo y lanza) así como, quizás, un espejo y un peine.
Debajo del gran guerrero y de su panoplia apreciamos una escena de próthesis: el fallecido yace sobre un lecho o pira funeraria, en tanto que otro personaje, a su lado, adopta una postura de lamentación apoyando la cabeza sobre uno de sus brazos. Dos animales (cuadrúpedos), cuyo destino debe ser, razonablemente, el sacrificio en honor del fallecido, se han representado también aquí. Más abajo, ya en la parte inferior de la composición, vemos como el difunto, que inicia el viaje al más allá, se apresta a subir a un carro que está trazado con una perspectiva claramente irreal, a vista de pájaro. Se trata de un carro con solo dos ruedas, lo que sugiere, nuevamente, la influencia del Egeo, en donde eran frecuentes las bigas, en tanto que en las culturas indoeuropeas los carros tenían cuatro ruedas. Más abajo, dos grupos de cuatro y tres personas bailan una danza funeraria, cogidos de la mano.
"Lo que aquí se nos da a conocer -en palabras de Juan F. Rodríguez Neila- es un ceremonial funerario (quema de la pira, sacrificios, danzas), que hace casi tres mil años se ejecutó en honor de un guerrero importante enterrado en Ategua con singulares honores, un personaje con prestigio en el seno de una comunidad jerarquizada..."
Manuel Bendala que sostiene la influencia griega en las estelas argumenta que "los débitos con los pueblos del ámbito egeo parecen evidentes, y acaso tengamos reproducidos en las estelas a guerreros de la misma estirpe, o muy próxima a ella, a la que pertenecen los dibujados en el llamado vaso de los Guerreros de Micenas, vinculables a los Pueblos del Mar, y partícipes, junto a los propios aqueos, en las migraciones que cambiaron el panorama cultural y, en parte, étnico de amplias regiones del Mediterráneo, desde fines del segundo milenio". Contemplando la estela de Ategua, en suma, no podemos sino pensar que el complejo simbolismo que encierra en su decoración no es, a fin de cuentas, demasiado diferente del ambiente de lamentaciones funerarias que en los capítulos finales de la Ilíada nos dejó Homero narradas. Induce, por tanto, a pensar en unos contactos griegos con el sur de nuestra Península mucho tiempo antes de que en la etapa del Tartessos Orientalizante esa presencia se generalice.
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